Pontificia, Real, Ilustre, Franciscana y Muy Antigua Hermandad del Santo Rosario de la Divina Pastora de las Almas y Redil Eucarístico -CANTILLANA-

lunes, 21 de enero de 2013

Apóstoles de la Divina Pastora (II)

Fray Luis de Oviedo

El capuchino padre Luis de Oviedo, junto con el también capuchino padre Arcadio de Osuna es, entre todos sus contemporáneos, el mejor compañero del padre Isidoro de Sevilla, iniciador de la devoción a la Virgen en su advocación de Divina Pastora de las Almas, y el más entusiasta animador de esta devoción en aquellos primeros años de su creación. El mismo padre Isidoro así lo entendió y supo corresponderle al escribir y editar su biografía en el libro que tituló El Montañés Capuchino, y Misionario Andaluz, dándonos su verdadera identidad y acertada personalidad. Fue editado dos años después de su muerte, acaecida en 1742. Al referirse a él, el padre Juan Bautista de Ardales en su obra La Divina Pastora y el Beato Diego José de Cádiz, en la página 33, dice que fue el venerable padre Luis de Oviedo (1667-1740), religioso de elevadas virtudes, dado a la oración, de vida penitentísima, muy humilde, gran director de almas, misionero celosísimo, muy amante de Jesucristo y de la Santísima Virgen, predicador muy célebre y varón prudentísimo, a quien se confiaron negocios difíciles y transcendentales, que resolvió con verdadero acierto y agrado de todos, sólo a costa de su humildad y sacrificios.

Había nacido en el pueblecito de Quenia, del Principado de Asturias, bautizado el 9 de junio de 1667, recibiendo el nombre de Domingo, igual al de su padre. A la edad de 17 años, ya bastante bien preparado física e intelectual-mente, su padre, -la madre ya había muerto-, juzga que debe intentar buscarse horizontes más amplios de los que pudiera encontrar por aquellas tierras y le aconseja venirse a Andalucía, cosa acostumbrada y muy común por aquel entonces. Llega a Sevilla y habiendo conocido a los pocos días de su estancia en ella a los capuchinos, después de una formidable batalla interior entre seguir en sus negocios o ingresar en la vida religiosa, decide finalmente, abandonando las intenciones y los proyectos que aquí le trajeran, solicitar su ingreso. Se le concedió después de algún tiempo de espera y prueba. El 26 de agosto de 1695 viste ya el hábito capuchino y, según costumbre de la Orden, su nombre de Domingo le es cambiado por el de Luis. Para su apellido, sin embargo, no se siguió esa costumbre, el cual debería ser el correspondiente al sitio donde nació. Le dieron el de Oviedo por ser lugar muy vecino a aquella ilustre población, según nos cuenta el mismo padre Isidoro en la página 15 de la citada biografía de nuestro protagonista.

El 27 de agosto de 1696, concluido el año de noviciado con general asentimiento de todos los miembros de la comunidad, profesó en manos de fray Félix de Almonte, pasando a continuación a los estudios de filosofía y teología para mejor prepararse al oficio de predicador y así no falte en nuestra religión la predicación evangélica, de donde mucha parte pende la salvación de las almas. Con el mismo curso de las letras, también siguió la carrera de sus virtudes uniendo las virtudes con las letras de modo que corrían en él tan hermanadas, en amistad tan unidas, que ni las virtudes le estorbaban el empleo de las letras, ni las letras le impedían el ejercicios de las virtudes . Siete años pasaron en estas enseñanzas que entre nosotros se acostumbra y, finalizada la literaria carrera, fue instituido predicador por el Rvmo. P. General, como nuestra Regla lo manda .

En el año 1700 muere el rey de España Carlos II, dejando en su testamento como heredero de su monarquía al señor duque de Anjou, nieto del rey de Francia Luis XIV. Es conocida la lucha que se entabla en nuestra nación entre los partidarios de los Austrias y de los Borbones. Sucedió que los religiosos del convento de los capuchinos de Murcia, perteneciente a la provincia capuchina religiosa de Valencia, pusiéronse al lado del bando de los Austrias contra los Borbones. Una vez afincado en el gobierno nacional los Borbones, se ordena, en el año de 1706, el traslado de aquellos religiosos a Madrid para ser juzgados como criminales, determinando además por cédula real que la jurisdicción del convento pase a la también capuchina provincia de Andalucía. Por consiguiente, al darle cumplimiento, de aquí hubo que destinarse allá a 14 religiosos andaluces. Entre éstos encontramos a nuestro Luis de Oviedo. En un principio, visto el ambiente hostil que se respiraba en esta ciudad contra los capuchinos, no les fueron fáciles a los nuevos inquilinos del convento el ejercicio sacerdotal y apostólico. No obstante, y debido a la constancia, paciencia, sencillez seráfica y vida ejemplar como ellos actuaban, especialmente el padre Luis, supieron sobreponerse a las iras del populacho y a la ola de odio levantada contra la Orden, de forma que, como dice el padre Isidoro, al acabar sus sermones se oían llantos, gemidos, golpes de pecho .... y ya apellidaban santos a los que antes llamaban desleales y traidores. En 1715, superadas las dificultades que habían motivado aquellas anómalas circunstancias, volviéndose a la normalidad, regresa el padre Luis de Oviedo al convento de Sevilla, después de haber ejercido en aquel convento, con gran aceptación, el cargo de guardián.
Ya aquí, es nombrado maestro de novicios. Intima entonces con el padre Isidoro de Sevilla, manteniendo ambos una buena amistad. No cabe duda que el dicho padre Isidoro, por su parte, animosamente le transmite su devoción a la Virgen en el título de Divina Pastora de las Almas, hacía poco por él creada. Es lo cierto que tanto fue el entusiasmo despertado en el padre Luis por esta devoción que, pronto, se constituye como el más admirador y mejor apóstol de la misma.

Habiendo sido liberado, finalmente, del cargo que lo trajo al convento sevillano, y también de otros que quisieron darle, desde el 1722 se entrega de lleno al apostolado, tanto tiempo ansiado, de la predicación, y no será, ciertamente, de cualquier manera. Supo de tal modo infundirse en ella que, pronto, hizo realidad lo que por aquel entonces se incubaba en su provincia andaluza: llevar a María como la mejor protectora de sus predicaciones y misiones. Será el mismo padre Isidoro, en la dedicatoria que hace a la Virgen en el citado libro que nos presenta su biografía, quien escriba: Bien sabidas son, Señora, las continuadas tareas de sus fervorosísimas misiones, llevando siempre en ellas tu sacrosanta imagen de Pastora, enarbolada, como en real bandera, en un pobre, si bien, decente pendón. Publicaba siempre que la Divina Pastora era la misionaria, érala que predicaba, y era la que movía los humanos corazones para séquito de las virtudes y para el aborrecimiento de los vicios (El Montañés Capuchino, y Misionario andaluz, Dedicatoria). Será, efectivamente, el primero de los pioneros que, como tal misionero capuchino, llevará consigo en las misiones una imagen de María Santísima, eligiendo la que con el misterioso traje y ternísimo título de Pastora es consuelo de todos los mortales. Elección acertadísima fue ésta: porque si había de obrar en sus misiones prodigios, milagros y conversiones muchas de pecadores, al paso que endurecidos, obstinados, era como preciso llevar consigo la imagen de María Santísima como Pastora. Porque esta Señora, con su traje pastoril, mueve a los hombres al dolor de sus pecados y al séquito de las virtudes. A este propósito nos viene a la memoria el grabado de la época, que reproducimos, en el que, según se lee en su leyenda, nos retrata al padre Luis de Oviedo. Se le contempla, precisamente, en actitud de predicador, llevando en la mano el estandarte de la Divina Pastora. Pensamos que el ideólogo de tal representación fuese, y así lo creemos, el mismo padre Isidoro de Sevilla, en su pretensión de dar una singular visión característica, viva y personal, del misionero capuchino español en sus actividades y actuaciones misioneras como, asimismo, en los rosarios.

Resultan interesantes en la referida biografía del padre Luis de Oviedo, los trabajos que nos muestran sus acciones aludidas a las misiones, llevadas a cabo en distintas poblaciones y pueblos de nuestra región andaluza. Fueron muchos los lugares de nuestra geografía visitados por nuestro biografiado en esta pastoral misionera. Siempre se comportaba amonestando y persuadiendo al ejercicio de la virtud de forma suave y dulce. Al reprender los vicios se mostraba suavísimo, benigno y blando porque conocía que la reprensión rigurosa, que se funda en levantados gritos y en descompensadas voces, más daña que aprovecha. Fue un misionero deseado y buscado, pues a sus ardientes y persuasivas palabras acompañaban sus obras y añadía el ejemplo de una vida que no contradecía en nada a cuanto enseñaba.

Los tres años últimos de su vida, el padre Luis tuvo que pasarlos al lado del arzobispo de Sevilla, Luis de Salcedo y Azcona, viviendo, así mismo, en el palacio arzobispal. Se lo había solicitado al padre provincial, que se lo concedió. Quería tenerlo cercano para sus consultas de conciencia y gobierno. Sin embargo, nuestro biografiado nunca olvidó su condición de capuchino, viviendo allí como si continuara en el convento, en auténtica pobreza, austeridad, humildad y penitencia, haciéndose, al mismo tiempo, querer siempre de todos cuantos con él vivían en el palacio.

Al pensar y estimar, al haber contraído una grave enfermedad, que le llegaba su última hora en este mundo, pidió al arzobispo le permitiese volver al convento. Accedió a ello al considerar lo justo de su ruego, ordenando, sin embargo, que fuera allí atendido por dos de sus médicos, juntamente con el de los capuchinos. Justamente murió. Era el 17 de mayo de 1740, tenia 63 años de edad y 45 de religioso, que fueron los mismos que N. S. P. S. Francisco vivió en el mundo, viviendo este verdadero hijo suyo en la religión los mismos años que el Santo padre vivió en el siglo. Mucha fue la consternación habida en el clero y en el pueblo, ya que lo consideraban un santo. Solemnes y multitudinarios fueron sus funerales, costeados generosamente por el mismo señor arzobispo, interesándose de todos los detalles para que así fuesen. El padre Isidoro de Sevilla tuvo la oración fúnebre. Suponemos que en ella vertería sus profundos y fraternos sentimientos hacia un hermano con quien tan bien conectaba. Lamentablemente, no fue publicada, por lo que desconocemos cuanto dijo y expresó en la misma. Sin embargo, bien sabemos, como repetidamente hemos hecho constar a lo largo del artículo, que fue el mismo padre Isidoro de Sevilla quien escribió su biografía, editada y puesta a disposición del pueblo en 1742, tan sólo dos años después de su muerte. A ella remito a todos cuantos quieran conocer más detalles biográficos suyos.

Fray Mariano Ibañez Velazquez, OFM Cap. (Cantillana y su Pastora nº 8)