«Ahora, oráculo del Señor, convertíos a mí de todo corazón con ayuno,
con llanto, con luto. Rasgad los corazones y no las vestiduras;
convertíos al Señor, Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso,
lento a la cólera, rico en piedad; y se arrepiente de las amenazas.»
Quizá se arrepienta y nos deje todavía su bendición, la ofrenda, la
libación para el Señor, vuestro Dios. Tocad la trompeta en Sión,
proclamad el ayuno, convocad la reunión. Congregad al pueblo, santificad
la asamblea, reunid a los ancianos. Congregad a muchachos y niños de
pecho. Salga el esposo de la alcoba, la esposa del tálamo. Entre el
atrio y el altar lloren los sacerdotes, ministros del Señor, y digan:
«Perdona, Señor, a tu pueblo; no entregues tu heredad al oprobio, no la
dominen los gentiles; no se diga entre las naciones: ¿Dónde está su
Dios? El Señor tenga celos por su tierra, y perdone a su pueblo.» (Joel 2,12-18)

La Cuaresma es el tiempo litúrgico
de conversión, que marca la Iglesia para prepararnos
a la gran fiesta de la Pascua. Es tiempo para arrepentirnos
de nuestros pecados y de cambiar algo de nosotros para ser mejores
y poder vivir más cerca de Cristo.
La Cuaresma dura 40 días;
comienza el
Miércoles de Ceniza
y termina antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo. A lo largo de este tiempo, sobre todo en la liturgia
del domingo, hacemos un esfuerzo por recuperar el ritmo y estilo
de verdaderos creyentes que debemos vivir como hijos de Dios.
El color litúrgico de este
tiempo es el morado que significa luto y penitencia. Es un tiempo
de reflexión, de penitencia, de conversión espiritual;
tiempo de preparación al misterio pascual.
En la Cuaresma, Cristo nos invita
a cambiar de vida. La Iglesia nos invita a vivir la Cuaresma
como un camino hacia Jesucristo, escuchando la Palabra de Dios,
orando, compartiendo con el prójimo y haciendo obras
buenas. Nos invita a vivir una serie de actitudes cristianas
que nos ayudan a parecernos más a Jesucristo, ya que
por acción de nuestro pecado, nos alejamos más
de Dios.
Por ello, la Cuaresma es el tiempo
del perdón y de la reconciliación fraterna. Cada
día, durante toda la vida, hemos de arrojar de nuestros
corazones el odio, el rencor, la envidia, los celos que se oponen
a nuestro amor a Dios y a los hermanos. En Cuaresma, aprendemos
a conocer y apreciar la Cruz de Jesús. Con esto aprendemos
también a tomar nuestra cruz con alegría para
alcanzar la gloria de la resurrección.
Durante este tiempo especial de
purificación, contamos con una serie de medios concretos
que la Iglesia nos propone y que nos ayudan a vivir la dinámica
cuaresmal.
Ante todo, la vida de oración,
condición indispensable para el encuentro con Dios. En
la oración, si el creyente ingresa en el diálogo
íntimo con el Señor, deja que la gracia divina
penetre su corazón y, a semejanza de Santa María,
se abre la oración del Espíritu cooperando a ella
con su respuesta libre y generosa (ver Lc 1,38).
Asimismo, también debemos
intensificar la escucha y la meditación atenta a la Palabra
de Dios, la asistencia frecuente al Sacramento de la Reconciliación y la Eucaristía, y la práctica del ayuno,
según las posibilidades de cada uno. La mortificación y la renuncia
en las circunstancias ordinarias de nuestra vida, también
constituyen un medio concreto para vivir el espíritu
de Cuaresma. No se trata tanto de crear ocasiones extraordinarias,
sino más bien, de saber ofrecer aquellas circunstancias
cotidianas que nos son molestas, de aceptar con humildad, gozo
y alegría, los distintos contratiempos que se nos presentan
a diario. De la misma manera, el saber renunciar a ciertas cosas
legítimas nos ayuda a vivir el desapego y desprendimiento.
De entre las distintas prácticas
cuaresmales que nos propone la Iglesia, Ia vivencia de Ia caridad
ocupa un lugar especial. Así nos lo recuerda San León Magno: "Estos días cuaresmales
nos invitan de manera apremiante al ejercicio de Ia caridad;
si deseamos Ilegar a la Pascua santificados en nuestro ser, debemos poner un interés
especialisimo en la adquisición de esta virtud, que contiene
en si a las demás y cubre multitud de pecados". Esta vivencia de la caridad debemos
vivirla de manera especial con aquél a quien tenemos
más cerca, en el ambiente concreto en el que nos movemos.
Así, vamos construyendo en el otro "el bien más
precioso y efectivo, que es el de la coherencia con la propia
vocación cristiana". (San Juan Pablo II).