Homilia de S.S. el Papa Francisco:
«Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de
mujer» (Ga 4,4). Nacido de mujer: así es cómo vino Jesús. No apareció en
el mundo como adulto, sino como nos ha dicho el Evangelio, fue
«concebido» en el vientre (Lc 2,21): allí hizo suya nuestra humanidad,
día tras día, mes tras mes.
En el vientre de una mujer, Dios y la humanidad se unieron para no
separarse nunca más. También ahora, en el cielo, Jesús vive en la carne
que tomó en el vientre de su madre. En Dios está nuestra carne humana.
El primer día del año celebramos estos desposorios entre Dios y el
hombre, inaugurados en el vientre de una mujer. En Dios estará para
siempre nuestra humanidad y María será la Madre de Dios para siempre.
Ella es mujer y madre, esto es lo esencial. De ella, mujer, surgió la
salvación y, por lo tanto, no hay salvación sin la mujer.
Allí Dios se unió con nosotros y, si queremos unirnos con Él, debemos ir
por el mismo camino: a través de María, mujer y madre. Por ello,
comenzamos el año bajo el signo de Nuestra Señora, la mujer que tejió la
humanidad de Dios. Si queremos tejer con humanidad las tramas de
nuestro tiempo, debemos partir de nuevo de la mujer.
Nacido de mujer. El renacer de la humanidad comenzó con la mujer. Las
mujeres son fuente de vida. Sin embargo, son continuamente ofendidas,
golpeadas, violadas, inducidas a prostituirse y a eliminar la vida que
llevan en el vientre. Toda violencia infligida a la mujer es una
profanación de Dios, nacido de una mujer. La salvación para la humanidad
vino del cuerpo de una mujer: de cómo tratamos el cuerpo de la mujer
comprendemos nuestro nivel de humanidad.
Cuántas veces el cuerpo de la mujer se sacrifica en los altares profanos
de la publicidad, del lucro, de la pornografía, explotado como un
terreno para utilizar. Debe ser liberado del consumismo, debe ser
respetado y honrado. Es la carne más noble del mundo, pues concibió y
dio a luz al Amor que nos ha salvado. Hoy, la maternidad también es
humillada, porque el único crecimiento que interesa es el económico.
Hay madres que se arriesgan a emprender viajes penosos para tratar
desesperadamente de dar un futuro mejor al fruto de sus entrañas, y que
son consideradas como números que sobrexceden el cupo por personas que
tienen el estómago lleno, pero de cosas, y el corazón vacío de amor.
Nacido de mujer. Según la narración bíblica, la mujer aparece en el
ápice de la creación, como resumen de todo lo creado. De hecho, ella
contiene en sí el fin de la creación misma: la generación y protección
de la vida, la comunión con todo, el ocuparse de todo. Es lo que hace la
Virgen en el Evangelio hoy. «María, por su parte ―dice el texto―,
conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (v. 19).
Conservaba todo: la alegría por el nacimiento de Jesús y la tristeza por
la hospitalidad negada en Belén; el amor de José y el asombro de los
pastores; las promesas y las incertidumbres del futuro. Todo lo tomaba
en serio y todo lo ponía en su lugar en su corazón, incluso la
adversidad. Porque en su corazón arreglaba cada cosa con amor y confiaba
todo a Dios.
En el Evangelio encontramos por segunda vez esta acción de María: al
final de la vida oculta de Jesús se dice, en efecto, que «su madre
conservaba todo esto en su corazón» (v. 51). Esta repetición nos hace
comprender que conservar en el corazón no es un buen gesto que la Virgen
hizo de vez en cuando, sino un hábito.
Es propio de la mujer tomarse la vida en serio. La mujer manifiesta que
el significado de la vida no es continuar a producir cosas, sino tomar
en serio las que ya están. Sólo quien mira con el corazón ven bien,
porque saben “ver en profundidad” a la persona más allá de sus errores,
al hermano más allá de sus fragilidades, la esperanza en medio de las
dificultades, a Dios en todo.
Al comenzar el nuevo año, preguntémonos: “¿Sé mirar a las personas con
el corazón? ¿Me importa la gente con la que vivo? Y, sobre todo, ¿tengo
al Señor en el centro de mi corazón?”. Sólo si la vida es importante
para nosotros sabremos cómo cuidarla y superar la indiferencia que nos
envuelve. Pidamos esta gracia: vivir el año con el deseo de tomar en
serio a los demás, de cuidar a los demás.
Y si queremos un mundo mejor, que sea una casa de paz y no un patio de
batalla, que nos importe la dignidad de toda mujer. De una mujer nació
el Príncipe de la paz. La mujer es donante y mediadora de paz y debe ser
completamente involucrada en los procesos de toma de decisiones. Porque
cuando las mujeres pueden transmitir sus dones, el mundo se encuentra
más unido y más en paz. Por lo tanto, una conquista para la mujer es una
conquista para toda la humanidad entera.
Nacido de mujer. Jesús, recién nacido, se reflejó en los ojos de una
mujer, en el rostro de su madre. De ella recibió las primeras caricias,
con ella intercambió las primeras sonrisas. Con ella inauguró la
revolución de la ternura. La Iglesia, mirando al niño Jesús, está
llamada a continuarla. De hecho, al igual que María, también ella es
mujer y madre, y en la Virgen encuentra sus rasgos distintivos. La ve
inmaculada, y se siente llamada a decir “no” al pecado y a la
mundanidad. La ve fecunda y se siente llamada a anunciar al Señor, a
generarlo en las vidas. La ve, madre, y se siente llamada a acoger a
cada hombre como a un hijo.
Acercándose a María, la Iglesia se encuentra a sí misma, encuentra su
centro y su unidad. En cambio, el enemigo de la naturaleza humana, el
diablo, trata de dividirla, poniendo en primer plano las diferencias,
las ideologías, los pensamientos partidistas y los bandos. Pero no
podemos entender a la Iglesia si la miramos a partir de sus estructuras,
programas, tendencias, de las ideologías, de la funcionalidad:
percibiremos algo de ella, pero no su corazón. Porque la Iglesia tiene
el corazón de una madre.
Y nosotros, hijos, invocamos hoy a la Madre de Dios, que nos reúne como
pueblo creyente. Oh Madre, genera en nosotros la esperanza, tráenos la
unidad. Mujer de la salvación, te confiamos este año, custódialo en tu
corazón. Te aclamamos: ¡Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa
Madre de Dios!