Pontificia, Real, Ilustre, Franciscana y Muy Antigua Hermandad del Santo Rosario de la Divina Pastora de las Almas y Redil Eucarístico -CANTILLANA-

viernes, 10 de mayo de 2013

La caridad y la nueva evangelización


Vivimos tiempos de cambio: en las hermandades, en la Iglesia y en nuestra sociedad, en nuestro entorno más inmediato y también en el resto de sociedades y países del mundo. Quizás todo cambia tan vertiginosamente que apenas si tenemos tiempo para adaptarnos a las nuevas situaciones que van surgiendo. Cambios que se producen en la sociedad, en sus valores y en sus necesidades, cambios que se producen también en el ámbito de nuestras corporaciones, que afectan a nuestras propias Hermandades y que demandan una actualización del mensaje cristiano para hacer frente a los desafíos de nuestra era.

Parece cada vez más claro que, como cristianos de hoy, nuestro sitio está en el mundo que vivimos, en este mundo en continua mutación, y no en el mundo que ya fue y que no volverá nunca más a ser. Por eso, nuestras Hermandades no pueden permanecer impávidas, viviendo la falsa imagen de un mundo que ya no existe porque cambió. Tiempos de cambio que demandan nuestra reflexión y nuestra respuesta como cristianos y cofrades, miembros activos de la única Iglesia de Cristo.

Con frecuencia, los cristianos nos vemos arrastrados por una comprensión mutilada y unidimensional de la caridad que no es plenamente fiel a la radicalidad del mensaje evangélico. Esta visión incompleta de la caridad no como virtud suprema que manifiesta a la vez que consolida la fe a través del testimonio, sino como forma de justificar y justificarnos ante Dios y ante los demás debe ser desterrada de nuestras conductas. Quiero decir con ello que la caridad no puede limitarse a conductas aisladas, esporádicas y circunstanciales que nos eximen del deber integral de ayudar al hermano, sufriendo con él sus propios padecimientos, sus angustias, sus desazones e inquietudes. Por eso, la autenticidad del amor al prójimo reclama efectivamente el ejercicio de la caridad, pero de una caridad impregnada de una actitud profundamente compasiva. La compasión, que es "sufrir con", es la esencia misma del amor a los hermanos: si nuestras obras no responden a ese espíritu compasivo que nos lleva a sentir en nuestro propio corazón el dolor ajeno, nuestro proceder no dejará de ser una acción hermosa pero vacía, hueca, e indolente; porque la caridad, como recuerda San Pablo, es Amor; Amor con mayúsculas, amor sin condiciones y sin paliativos, un amor sin reservas que nos lleva a darnos a los demás manifestando a Cristo con nuestras obras. En un célebre pasaje de la primera Carta a los Corintios, San Pablo desentraña el sentido último del amor cristiano, un amor que compendia la Verdad genuina del mandato evangélico, "ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo". Porque cuanto hagamos como seguidores de Cristo Nuestro Señor se resume en darse a los demás. Eso es, justamente, lo que como cristianos nos distingue. Y eso es lo que lleva a San Pablo a proclamar la inconmensurabilidad de la caridad como virtud suprema.

La rotundidad con la que se expresa el apóstol nos sitúa frente a frente ante el sentido genuino de la caridad. El amor sin más: un amor que se expresa desde dentro hacia fuera porque nace del corazón, un amor que el cristiano tiene que plasmar en obras. Por eso, las obras sin más no sirven si no nacen de un profundo sentimiento de compasión. Nuestro compromiso como cristianos no puede quedar reducido a una actitud complaciente y conformista como tampoco es lícito convertir la caridad en una imagen deformada de sí misma, pues como reza un verso de inequívoca resonancia musical: "Dar solamente aquello que te sobra / nunca fue compartir, sino dar limosna". Por eso, cuando, llevados por la comodidad, transformamos la caridad en mero hacer exculpatorio y vacío estamos renunciando con nuestras obras a la verdad última del mensaje de Cristo: el amor a Dios a través de los hermanos.

La llamada a la nueva evangelización es una llamada al compromiso, conscientes de que nuestra vida cristiana no puede agotarse en el culto; que los sacramentos y la Palabra son, en realidad, la fuente que alimenta una fe que sólo es tal en la medida en que se plasma en obras. Ese es el camino que la Iglesia, y con ella sus Hermandades, emprende en los compases de este nuevo siglo aún balbuciente. Dos mil años después del nacimiento de Cristo, las Hermandades tienen que transmitir un mensaje renovado de compromiso con la Verdad del Evangelio; una senda que exige renovación, reconsideración profunda de actitudes y métodos para hacer presente el amor de Dios entre los hombres. Es necesario seguir trabajando, abrir nuevos caminos a la Palabra de Cristo, desde una actitud comprometida y coherente, renovando prácticas y modelos que constituyen ya reminiscencias del pasado; armonizando el pasado con el presente, en una continuidad histórica de mejora permanente pues, como ha afirmado el Santo Padre: "En la historia de la Iglesia, "lo viejo" y "lo nuevo" están siempre profundamente relacionados entre sí. Lo "nuevo" brota de lo "viejo" y lo "viejo" encuentra en "lo nuevo" una expresión más plena".

Por eso, fieles a Cristo y a nuestras propias raíces, hemos de seguir ahondando en el sentido de nuestro compromiso con los necesitados, descubriendo los nuevos rostros de la pobreza en nuestros días y acudiendo en auxilio del hermano que sufre, pues "el testimonio evangélico al que el mundo es más sensible, es el de la atención a las personas y el de la caridad para con los pobres y los...que sufren... Incluso el trabajar por la paz, la justicia, los derechos del hombre, la promoción humana, es un testimonio del Evangelio, si es un signo de atención a las personas y está ordenado al desarrollo integral del hombre".

Hemos pues de seguir trabajando, conscientes de que la caridad es la expresión suprema del amor a los hermanos y que, a través de ella, no sólo estamos aliviando a los cristos dolientes de este mundo, sino que, además, estamos prestando un servicio inestimable a la tarea inacabable de predicar el evangelio, dando un testimonio diáfano como discípulos de Jesús. La caridad revela así su doble dimensión teologal y humana: es el amor que se vive día a día en el encuentro con el hermano, en la disponibilidad y en el servicio; un amor que no puede ser deformado reduciéndolo a su expresión meramente económica; un amor que debe plasmarse en programas de acción para ayudar a quienes lo necesitan, pero que debe impregnar también nuestras conductas hacia el hermano, hacia aquel que necesita de nuestro calor y de nuestro apoyo.

En la era del consumismo, de la sobreabundancia de bienes materiales provocadas por la industrialización y el desarrollo, el magisterio de la Iglesia nos advierte de los peligros del ensimismamiento en el goce de lo inmediato. La "civilización del consumo" resulta inaceptable porque es contraria al bien y a la felicidad genuinos: "Nunca ha tenido la humanidad tanta abundancia de riquezas, posibilidades y poder económico, y, sin embargo, todavía una enorme parte de la población mundial se ve afligida por el hambre y la miseria y es incalculable el número de los totalmente analfabetos".  Consiguientemente, es necesario contraponer esta exaltación consumista con un desarrollo auténtico basado en la naturaleza integral del hombre, naturaleza que es corporal y espiritual a un tiempo: "En otras palabras, el verdadero desarrollo debe fundarse en el amor a Dios y al prójimo...

La construcción de la "civilización del amor" frente al hedonismo egoísta de nuestros días es tarea que nos incumbe a todos y que sólo puede llevarse a cabo mediante la predisposición solidaria de mejorar las condiciones de vida de los más desvalidos y construir una sociedad más justa, denunciando aquellas situaciones flagrantes en que la dignidad humana se ve atropellada, vulnerada o comprometida. La evangelización concierne, por tanto, de manera primaria a nuestras actitudes hacia los demás y a la práctica del amor hacia al prójimo.

Huelga decir que este énfasis de la caridad como expresión concreta del amor y manifestación privilegiada del auténtico testimonio cristiano resulta abiertamente incompatible con una secular tradición cristiana que con base en una cita evangélica "que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha"  ha postulado la ocultación y el secretismo. No es necesario decir que esta referencia evangélica es plenamente válida en lo que concierne a la propia autosatisfacción personal: no se trata de envanecernos con lo que hacemos en favor de los demás. El amor auténtico no se manifiesta para recibir aprobación y complacencia, pues "el que se enaltece será humillado". La fatuidad, la jactancia y la presunción deben ser evitadas. Esto no empece, sin embargo, nuestra obligación de dar testimonio de fe con nuestra conducta, de propagar su mensaje con nuestros actos. Jesús espera de su Iglesia que sea capaz de construir el Reino, un Reino de Dios en un mundo de hombres. En eso justamente conocerán que somos sus seguidores. Por eso, como Hermandades, como corporaciones de la Iglesia, estamos obligados a rendir colectivamente testimonio activo de nuestra fe. Es necesario derribar ese viejo prejuicio que ha llevado a nuestras Hermandades a guardar silencio en materia asistencial, ocultando la labor que desde nuestras instituciones se realiza continuadamente en la asistencia a los más necesitados. Dice San Lucas que "Nadie enciende una lámpara para esconderla o taparla con algo, sino que la pone en el candelero para que los que entren la vean con claridad". Hora es ya de que nuestras corporaciones asuman con determinación esta exhortación evangélica que nos impulsa a ser luz del mundo; una luz que no puede ocultarse porque su ocultación causará oscuridad. Es llegado el momento de entender que nuestro testimonio de amor hacia el prójimo es un servicio inestimable a la Iglesia y a Jesús, Nuestro Señor, pues como afirmó Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Christifideles laici: "Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso".

En definitiva, lo que Cristo precisa de nosotros es que seamos portadores auténticos, comprometidos y audaces de su Palabra; que seamos conscientes de que cada día se están quedando cosas por hacer que sólo nosotros podemos llevar a cabo; que hay sectores de nuestra sociedad a los que Jesús sólo puede llegar a través de nosotros y que nuestro empeño, nuestra fuerza transformadora y nuestra ilusión deben ser no sólo la esperanza de un cambio futuro, sino la evidencia tangible de que nuestras Hermandades adoran a Dios no sólo con los labios sino también con el corazón y las obras.

(Fuente: Consejo General de HH y CC de Sevilla)