María, como buena madre, nos lleva a amar a Jesús, que nos espera en la Eucaristía. María fue el primer sagrario viviente de Jesús. El día de la Anunciación fue el día de su primera comunión real, pues Jesús se hizo presente en su vientre, no sólo como Dios, sino también como hombre. Y, en cada misa, celebrando el gran misterio de la Redención, siempre se encuentra María. El Papa Juan Pablo II decía: “María... está presente cada domingo en la Iglesia”.
¿Cómo podría ella, que es la Madre del Señor y Madre de la Iglesia, no estar presente por un título especial, el día, que es, a la vez, día del Señor y día de la Iglesia?... De domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María y su intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la Iglesia eleva a la Santísima Trinidad. María guía a los fieles a la Eucaristía.
En cada misa, María ve en cada sacerdote a su Hijo Jesús y se lo ofrece. Además, cada misa es la renovación del misterio de la Navidad, es la actualización del nacimiento de Jesús en medio de nosotros y ¿cómo podría hacerse presente Jesús sin su madre? Por eso, junto a cada hostia consagrada, está presente María, como una madre que acompaña siempre a su Hijo divino, pues ambos son inseparables para siempre.
El primer amor de María fue Jesús y Él está presente en la Eucaristía. De ahí que nuestra primera devoción mariana debe ser Jesús Sacramentado. Si queremos encontrar a María, para hablar personalmente con Ella, no necesitamos ir muy lejos, a santuarios lejanos; donde más cerca la encontraremos es en la Eucaristía: en cada misa celebrada o en cada sagrario.
Santa Catalina Labouré dice que, cuando se le apareció la Virgen María el 18 de julio de 1830: “Después de haberse postrado ante el sagrario, María fue a sentarse en el sillón... Fue el momento más dulce de mi vida. Me es imposible explicar lo que entonces experimenté... Ella me explicó cómo debía comportarme en las pruebas de la vida. Luego, con la mano, me indicó el altar (sagrario) y me dijo que debía arrodillarme y abrir allí mi corazón, que en ese lugar encontraría todo el consuelo que necesitaba”.
San Juan Bosco, un enamorado de María y de Jesús Sacramentado, escribe en sus Memorias: “Si los hombres pudiesen persuadirse del gran consuelo que, en el momento de la muerte, produce el haber sido devotos de la Virgen, todos buscarían modos nuevos de rendirle especiales honores. Será Ella, precisamente, la que con su Hijo en brazos constituirá contra el enemigo del alma nuestra auténtica defensa en la última hora. Ya puede el infierno entero declararnos la guerra; con María al lado, el triunfo será nuestro... Tú sé siempre de los verdaderos devotos de la Virgen, y añade a esto la frecuencia de los sacramentos de la confesión y la comunión”.
Uno de sus sueños más famosos es el sueño de las dos columnas, que contó el 30 de mayo de 1862: Un mar agitado por las olas y, en medio del mar, un barco mucho más alto y grande que muchos otros, que están a su alrededor, queriendo destruirlo con sus espolones y sus cañones. El barco lo guía el Papa en medio de la tempestad y de las naves enemigas (que significan los enemigos que desean destruir la Iglesia guiada por el Papa). En medio del mar hay dos columnas a las que se dirige el gran barco. Una columna con una imagen de la Virgen y la inscripción “Auxilio de los cristianos” y la otra más alta y más gruesa con una hostia grande con el cartel “Salud de los creyentes”. Cuando el Papa logra llegar a las dos columnas y se aferra a ellas, se calma la tempestad y todos los enemigos con sus naves quedan destruidos, viniendo una gran calma.
Las dos columnas o pilares de nuestra fe son la Virgen y la Eucaristía, obedeciendo al Papa, que guía a la Iglesia a amar a Jesús y María para asegurar nuestra fe.
(P.Ángel Peña O.A.R. María, Madre nuestra. 2008)