"Jesús ha recorrido nuestro mismo camino para mostrarnos el camino nuevo"
Pongamos ante los ojos de la mente la imagen de María Madre que va con el Niño Jesús en brazos. Lo lleva al Templo, lo lleva al pueblo, lo lleva a encontrarse con su pueblo.
Los brazos de su Madre son como la “escalera” por la que el Hijo de Dios baja hasta nosotros, la escalera de la condescendencia de Dios. Lo hemos oído en la primera Lectura, tomada de la Carta a los Hebreos: Cristo «tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel» (2,17). Es el doble camino de Jesús: bajó, se hizo uno de nosotros, para subirnos con Él al Padre, haciéndonos semejantes a Él.
Podemos contemplar en nuestro corazón este movimiento imaginando la escena del Evangelio: María que entra en el templo con el Niño en brazos. La Virgen es la que va caminando, pero su Hijo va delante de ella. Ella lo lleva, pero es Él quien la lleva a Ella por ese camino de Dios, que viene a nosotros para que nosotros podamos ir a Él. Jesús ha recorrido nuestro mismo camino para mostrarnos el camino nuevo, es decir el «camino nuevo y vivo» (cf. Hb 10,20) que es Él mismo. Y para nosotros, los consagrados, este es el único camino concreto y sin alternativas, debemos recorrerlo con alegría y esperanza.
Hasta en cinco ocasiones insiste el Evangelio en la obediencia de María y José a la “Ley del Señor” (cf. Lc 2,22.23.24.27.39). Jesús no vino para hacer su voluntad, sino la voluntad del Padre; y esto –dijo Él– era su “alimento” (cf. Jn 4,34). Así, quien sigue a Jesús se pone en el camino de la obediencia, imitando de alguna manera la “condescendencia” del Señor, abajándose y haciendo suya la voluntad del Padre, incluso hasta la negación y la humillación de sí mismo (cf. Flp 2,7-8). Para un religioso, progresar significa abajarse en el servicio, es decir hacer el mismo camino de Jesús, que «no considero un privilegio ser igual a Dios» (Fil 2,6). Abajarse haciéndose siervo para servir. Y este camino adquiere la forma de la regla, que recoge el carisma del fundador, sin olvidar que la regla insustituible, para todos, es siempre el Evangelio. Pero el Espíritu Santo, en su infinita creatividad, lo traduce también en las diversas reglas de vida consagrada, que nacen todas de la sequela Christi (del seguimiento de Jesús), es decir de este camino de abajarse sirviendo.
Mediante esta “ley” los consagrados pueden alcanzar la sabiduría, que no es una actitud abstracta sino obra y don del Espíritu Santo, y un signo evidente de esta sabiduría es la alegría. Si, la alegría evangélica del religioso es consecuencia del camino de abajamiento con Jesús … Y, cuando estamos tristes, cuando nos quejamos, nos hará bien preguntarnos como estamos viviendo esta dimensión kenotika.
En el relato de la Presentación de Jesús al Templo, la sabiduría está representada por los dos ancianos, Simeón y Ana: personas dóciles al Espíritu Santo (se le nombra 3 veces), guiadas por Él, animadas por Él. El Señor les concedió la sabiduría tras un largo camino de obediencia a su ley, obediencia que, de una parte, humilla y niega a sí mismo, pero, de otra parte, la obediencia enciende y custodia la esperanza, haciéndola creativa, porque estaban llenos de Espíritu Santo. Ellos celebran incluso una especie de liturgia, hacen una liturgia en torno al Niño cuando entra en el templo: Simeón alaba al Señor y Ana “predica” la salvación (cf. Lc 2,28-32.38). Como en el caso de María, también el anciano Simeón toma al Niño entre sus brazos, pero, en realidad, es el Niño quien lo agarra y lo guía. La liturgia de las primeras Vísperas de la Fiesta de hoy lo expresa clara y concisamente: «Senex puerum portabat, puer autem senem regebat». Tanto María, joven madre, como Simeón, anciano “abuelo”, llevan al Niño en brazos, pero es el mismo Niño quien los guía a ellos.
Es curioso notar que en esta escena los creativos no son los jóvenes, sino los ancianos: los jóvenes, como María y José, siguen la ley del Señor, en el camino de la obediencia. Los ancianos como Simeón y Ana, ven en el Niño el cumplimiento de la ley y de las promesas de Dios. Y son capaces de hacer fiesta: son creativos en la alegría, en la sabiduría. Todavía, el Señor transforma la obediencia en sabiduría, con la acción de su Espíritu Santo. A veces, Dios puede dar el don de la sabiduría a un joven inexperto, basta que esté dispuesto a recorrer el camino de la obediencia y de la docilidad al Espíritu. Esta obediencia y esta docilidad no es un hecho teórico, sino que están en relación a la lógica de la encarnación del Verbo: docilidad y obediencia a un fundador, docilidad y obediencia a una regla concreta, docilidad y obediencia a un superior, docilidad y obediencia a la Iglesia. Se trata de una docilidad y obediencia concreta.
Perseverando en el camino de la obediencia, madura la sabiduría personal y comunitaria, y así es posible también replantear las reglas a los tiempos: de hecho, la verdadera “actualización” es obra de la sabiduría, forjada en la docilidad y la obediencia. El fortalecimiento y la renovación de la Vida Consagrada pasan por un gran amor a la regla, y también por la capacidad de contemplar y escuchar a los mayores de la congregación. Así, el “depósito”, el carisma de una familia religiosa, queda custodiado juntos tanto por la obediencia como por la sabiduría. Y, a través de este camino, somos preservados de vivir nuestra consagración de manera light, de manera desencarnada, como si fuera una gnosis, que reduciría la vida religiosa a una “caricatura”, una caricatura en la cual se actúa un seguimiento sin renuncia, una oración sin encuentro, una vida fraterna sin comunión, una obediencia sin confianza y una caridad sin trascendencia.
También nosotros, como María y como Simeón, queremos llevar hoy en brazos a Jesús para que Él encuentre a su pueblo, y seguramente lo conseguiremos si nos dejamos aferrar por el misterio de Cristo. Guiemos el pueblo a Jesús, dejando a su vez guiarnos por Él. Esto es lo que tenemos que ser: guías guiados.
Que el Señor, por intercesión de María, nuestra Madre, de San José y de los santos Simeón y Ana, nos conceda lo que le hemos pedido en la Oración colecta: «ser presentados delante de ti con el alma limpia».
Así sea.
(Homilía del Papa Francisco. 2 de febrero de 2015)