Queridos hermanos y hermanas: Iniciamos la tercera semana de Cuaresma.
La liturgia de este domingo nos invita a volver a nuestro bautismo, en
el que recibimos la gracia santificante, que nos hizo hijos de Dios,
miembros de su familia y partícipes de su naturaleza divina. El bautismo
nos hizo además templos de la Santísima Trinidad. Toda la Trinidad,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, vino a habitar en nuestra alma. Esa
maravilla, salida de las manos de Dios, sin embargo, con el paso del
tiempo, se fue deteriorando en nosotros, perdiendo su belleza
originaria, su primitiva perfección como consecuencia del pecado.
Por ello, la Iglesia nos regala cada año el tiempo de Cuaresma, en el
que nos invita a la renovación, la conversión y la restauración de
nuestra vida cristiana, no por un mero afán de perfeccionismo, sino por
fidelidad al Señor que nos ha amado primero. Restáuranos, Señor, con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas. Esta es la oración con la que iniciaremos la Eucaristía y ésta debe ser nuestra petición al Señor a lo largo de esta semana.
Efectivamente, Él es quien nos tiene que convertir y renovar por medio
de su Misterio Pascual, que nos disponemos a celebrar; por medio de su
Cruz, que como hoy nos dice san Pablo, es fuerza de Dios y sabiduría de
Dios. Pero la conversión no será posible sin nuestra
colaboración, sin nuestra vuelta a la alianza que el Señor selló con
nosotros el día de nuestro bautismo, como nos sugiere la primera
lectura. A esa colaboración nos invita uno de los evangelios de
este domingo con una imagen muy familiar: el agua, el agua viva que
promete el Señor a la Samaritana junto al pozo de Jacob.
¿Qué es el agua viva de la que habla el Señor, que es un auténtico don
de Dios, que calma absolutamente nuestra sed y que se convierte dentro
de nosotros en un surtidor que salta hasta la vida eterna? La respuesta
es muy sencilla: la gracia santificante, que nos transforma, nos
diviniza, nos hace hijos del Padre, hermanos del Hijo y ungidos por el
Espíritu, que nos fue merecida por Jesús en la Cruz y que Él entregó a
la Iglesia para que nos la brinde y aplique a través de los sacramentos.
Comprenderemos la importancia de la vida de la gracia si reflexionamos
sobre la importancia del agua natural en la vida cotidiana. El agua es
un elemento absolutamente imprescindible. Con ella nos lavamos y
purificamos. Ella sacia nuestra sed. Con ella preparamos los alimentos.
Ella fecunda y vivifica nuestros campos. Ella hace posible la vida de
animales y plantas. Sin ella no existiría la vida. Si ella desapareciera
de la faz de la tierra, las plantas, los animales y el hombre
estaríamos abocados a la muerte. El agua es un auténtico tesoro.
Pues bien, la misma importancia que tiene el agua en la vida natural,
la tiene la gracia santificante. Sin ella, no hay vida en el orden
sobrenatural. Ella es nuestra mayor riqueza. Más importante que el
dinero, la salud, la belleza, los honores y todos los títulos que el
hombre pueda reunir en este mundo. La gracia santificante es lo único
necesario y decisivo. No faltan cristianos, sin embargo, que creen que
lo son porque oyen misa los domingos o porque pertenecen a tal o cual
hermandad, o porque llevan al cuello un escapulario de la Virgen. Y todo
ello es importante.
Pero esto sólo no basta. Lo decisivo, el verdadero sello de
identidad del cristiano, es vivir en gracia de Dios, lo único por lo que
merece la pena luchar, vigilar, sufrir y hasta morir, como han hecho
los santos.
El Concilio Vaticano II nos dijo en la Constitución Lumen Gentium
que es verdad que el cristiano que vive habitualmente en pecado mortal
sigue siendo miembro de la Iglesia con tal de que no pierda la fe y la
esperanza. Pero nos dice al mismo tiempo con santo Tomás de Aquino, que
es un miembro imperfecto, un miembro aparente, como diría san Agustín.
Está en la Iglesia físicamente, pero no con el corazón y desde luego no
es miembro de la Iglesia con la misma intensidad y con la misma plenitud
que aquel cristiano que vive habitualmente en gracia de Dios. Este sí
que es un miembro pleno porque vive la vida propia de los hijos de Dios,
lo que constituye de verdad el núcleo del misterio de la Iglesia.
La liturgia de este domingo nos invita a valorar y estimar la vida de
la gracia y a vivirla en plenitud; a luchar contra el pecado venial, que
vela en nosotros la imagen de Dios; a luchar sobre todo contra el
pecado mortal, que la destruye totalmente. Dios quiera que en esta
Cuaresma renovemos en nosotros la gracia bautismal y restauremos de
verdad nuestra vida cristiana.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla