Queridos hermanos y hermanas:
Comenzamos en este domingo el tiempo santo de Adviento, en
el que nos preparamos para recordar el nacimiento del Señor hace veinte siglos
en la cueva de Belén. Pero el Adviento no es el mero recuerdo de un suceso del
pasado. Tiene una dimensión actual y un carácter profundamente espiritual. El
Señor que va a nacer de nuevo para la Iglesia y para el mundo en la próxima
Navidad, quiere nacer, sobre todo, en nuestros corazones y en las vidas de
nuestras comunidades.
En la próximas cuatro semanas, vamos a escuchar en la
liturgia a los heraldos del Adviento, los profetas que anunciaron la llegada
del Mesías. Isaías, Zacarías, Sofonías y Juan el Bautista nos van a invitar a
prepararnos para recibir al Señor, a allanar y limpiar los caminos de nuestra
alma; en una palabra, a la conversión y al cambio interior, para acoger al
Señor con un corazón limpio.
Adviento significa advenimiento y llegada; significa también
encuentro de Dios con el hombre. En estos días, el Señor que vino hace 2000
años para salvarnos, se nos va a hacer el encontradizo. Para propiciar el
encuentro con Él, yo os sugiero algunos caminos; en primer lugar, el desierto,
la soledad y el silencio interior, tan necesarios en el mundo de ruidos y
prisas en que estamos inmersos, tan proclive a la alienación y a la frivolidad.
Necesitamos en estos días crecer en interioridad, entrar con sinceridad y
verdad dentro de nosotros mismos para conocer cuáles son las ataduras, apegos e
ídolos que se amontonan en nuestro mundo interior, que nos roben la libertad e
impiden que Jesucristo sea verdaderamente el Señor de nuestras vidas.
El Adviento es tiempo también de oración intensa, humilde y
confiada. La oración nos renueva y refresca y nos lleva a la conversión, porque
nos ayuda a romper las cadenas que nos esclavizan. La oración nos ayuda además
a agrandar los espacios de nuestra alma para que el Señor renazca en nosotros,
ilumine todos los rincones de nuestro corazón que no le pertenecen y dé un
nuevo sentido, una esperanza renovada y una insospechada plenitud a nuestras
vidas.
Nuestra conversión al Señor que viene de nuevo a nosotros no
será posible sin la mortificación, el ayuno y la penitencia, que no han pasado
de moda y que preparan nuestro espíritu y lo hacen más dócil y receptivo a la
gracia de Dios. Nuestro encuentro con el Señor en este nuevo Adviento tampoco
será posible si no es al mismo tiempo un encuentro cálido con nuestros
hermanos, con actitudes de perdón, de ayuda, desprendimiento, servicio y amor,
especialmente con los más pobres y necesitados, los parados, los inmigrantes,
los sin techo, que en estos momentos son legión como consecuencia de la
tremenda crisis económica que nos aflige y que tanto sufrimiento y dolor está
generando en nuestros pueblos y ciudades. No podremos decir que acogemos al
Señor que viene, si no le acogemos en nuestros hermanos, sobre todo en los más
pobres.
El Adviento es uno de los tiempos especialmente fuertes del
año litúrgico. Por ello, hemos de vivirlo con responsabilidad. En estas semanas
tenemos un importante trabajo que realizar, el cambio interior, que hará
posible que el Señor renazca en nosotros. Solo así viviremos la virtud propia
del Adviento, la esperanza en el Dios que viene a salvarnos, que está con
nosotros y nos alienta con la promesa de la vida eterna. Si así lo hacemos
viviremos la verdadera alegría de la Navidad, que nace de la experiencia del
amor de Dios que se acerca al hombre. De lo contrario, viviremos una Navidad
anodina, triste y desasosegada, porque nos faltará el protagonista, el Señor
que nos trae la paz y la auténtica alegría.
San Lucas nos dice que la Virgen, después de dar a luz a su
Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no
haber sitio para ellos en el mesón, queja que sólo admite parangón con aquella
otra de San Juan cuando asegura que Cristo vino a los suyos, pero los suyos no
le recibieron. Dios quiera que no sea este nuestro caso en este Adviento y en
la próxima Navidad. No dejemos que nos la secuestren los reclamos publicitarios
y el consumismo enloquecido, que no sacian las ansias profundas de felicidad
del corazón humano.
El mejor modelo del Adviento es la Santísima Virgen, que
acogió a su Hijo, primero en su corazón y después en sus entrañas. Ella esperó
al Señor con inefable amor de Madre y preparó intensamente su corazón para
recibirlo. Que Ella sea nuestra compañera y guía en estas vísperas de la
solemnidad de su Inmaculada Concepción. Que Ella nos ayude a todos los
cristianos de Sevilla a prepararnos para recibir al Señor y para que el
encuentro con Él transforme nuestras vidas y nos impulse a testimoniarlo y
anunciarlo a nuestros hermanos.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla