Dedico la última carta semanal de este curso a una de las figuras más insignes de nuestra Iglesia diocesana, el lego franciscano conocido como San Diego de Alcalá, pero que con justicia debería llamarse San Diego de San Nicolás, por haber nacido en San Nicolás del Puerto, pequeño pueblo del norte de nuestra Archidiócesis. Así fue conocido a lo largo de su vida. Así figura en sus biografías antiguas e, incluso, en la bula de canonización del Papa Sixto V.
San Diego de Alcalá |
Celebramos, pues, el 550 aniversario de la muerte de San Diego, gloria de la orden franciscana y titular de una parroquia de la ciudad de Sevilla. Sus biógrafos nos dicen que en su juventud se retiró a un eremitorio, cercano a San Nicolás, en el que moraba un sacerdote ermitaño, que le confirmó en sus deseos de consagrarse al Señor. De allí marchó al convento cordobés de la Arruzafa donde profesó como religioso franciscano. Desde Córdoba comienza su itinerario limosnero y misional por incontables pueblos de Córdoba, Sevilla y Cádiz, dejando a su paso una estela de caridad y milagros que aún pervive en las tradiciones lugareñas de no pocos de esos pueblos.
Hacia 1449 fue nombrado guardián del convento franciscano de Fuerteventura. Su paso por las Islas Canarias quedó también marcado por obras extraordinarias de apostolado y de caridad. En 1449 vuelve a la Península y es destinado a la "Casa Grande de San Francisco", situada donde está hoy el Ayuntamiento de Sevilla. En esta etapa, los conventos franciscanos de Alcalá de Guadaíra, donde trabajó como hortelano, y Sanlúcar de Barrameda conocen también sus virtudes. En 1450 marcha a Roma para lucrar las gracias concedidas con ocasión del jubileo universal proclamado por el Papa Nicolás V. Allí, en el convento de Santa Maria in Aracoeli ejerció el oficio de enfermero. A su regreso fue destinado a La Salceda en Tendilla (Guadalajara), convento en el que unos años después ingresaría el futuro Cardenal Cisneros.
San Diego vive la última etapa de su vida como portero del convento de Santa María de Jesús de Alcalá de Henares, lugar de su tránsito al cielo. Cuentan los cronistas que sus restos quedaron seis meses sin enterrar para que los fieles pudieran venerar su cuerpo incorrupto, venerado también por el rey Enrique IV de Castilla, que llegó desde Madrid, a los seis días del fallecimiento para postrarse ante sus restos con toda su corte y la nobleza de Castilla, ordenando que en su honor se levantara un templo en la que fue su habitación, que hoy es conocida como la Real Capilla de San Diego.
Su fisonomía espiritual, siempre dentro del estilo y el carisma franciscano, está marcada por una tierna y filial devoción a la Santísima Virgen, por la oración constante, la humildad, la obediencia, el amor a la cruz, la sencillez, la servicialidad sin límites y la caridad heroica, virtudes que le encumbraron a la santidad y que le hicieron popular en vida y después de su muerte. El humilde lego, a cuyo paso salían las gentes de sus casas para verle y acogerse a su valimiento delante de Dios, fue capaz de congregar junto a su sepulcro a los grandes de la tierra después de su muerte. Cardenales y obispos de la Iglesia, reyes y príncipes, hombres y mujeres del pueblo acudían sin distinción de clases, al sepulcro del humilde religioso franciscano. Los Cardenales de Toledo, príncipes de España y hasta el mismo Felipe II, acudieron junto a su tumba, atraídos por el perfume de su santidad milagrosa. El Rey Prudente hizo llevar sus restos hasta la cámara de su hijo Don Carlos a fin de impetrar de Dios, por su mediación, el milagro de su curación. Lope de Vega inmortalizó en una de sus comedias en verso el milagro del príncipe Carlos.
El Papa Sixto V afirma en la bula de canonización que la vida de San Diego es un esplendente milagro de la gracia. Sin apenas estudios fue un magnífico catequista y predicador, con la sabiduría que no se aprende en los libros, sino junto al crucifijo y el sagrario.
Concluyo pidiendo a San Diego de San Nicolás que vele por nuestra Archidiócesis para que todos seamos fieles a nuestras raíces cristianas. Le encomiendo especialmente al pueblo que le vio nacer, que conceda prosperidad a sus paisanos y, sobre todo, les ayude a vivir una vida auténticamente cristiana.
Para ellos y para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla