¡No hay suerte más
grande que tener una madre o una abuela pastoreña! Con cuánto
cariño se esmeran en inculcarte la devoción a su Pastora Divina ¡No
existe mejor dote! Pues no se reduce a una mera transmisión de Fe,
es también una vía hacia la felicidad. Una felicidad que engloba
amor hacia tu familia, tu gente y tu pueblo, es un cúmulo de
circunstancias que de una forma natural aflora a medida que llega
septiembre, es una alegría tan incontenible que sólo nosotros, los
pastoreños, sabemos entender…
En mi familia también
tuvimos la gran suerte de tener una abuela excepcional que aparte de
la herencia devocional, nos dejó unas vinculaciones que por
tradición familiar nos liga a nuestra hermandad y por tanto a
nuestra Virgen. Entre estas tradiciones se encuentran “Los árboles
de la Virgen”, que consisten en la elaboración de los ocho árboles
artificiales con los que se acompañan a la Pastora en el risco y en
el paso.
Hay constancia de esta
tradición desde la segunda mitad del siglo XIX, de la que sabemos
que ya Cristina Solís, hermana de la conocida benefactora
cantillanera, Pastora Solís Villalobos,
realizaba los árboles para la Virgen. El conocimiento y dedicación
de estas señoras lo recogió su sobrina Pastora Solís Rivas,
que los transmitió a sus nietos, quienes los hemos podido seguir
realizando con devoción y cariño.
Pero los árboles de la
Virgen no siempre fueron como los conocemos en la actualidad,
según nos contaba nuestra abuela, antes de que se comenzaran a usar
las ramas de flores industriales por los años 60, la producción de
éstas era artesanal y así se hizo durante varias generaciones, que
con paciencia e ilusión para que “su Pastora” llevase los
mejores y más vistosos árboles, dedicaban sus tardes de verano a la
que consideraban su otra familia, la pastoreña.
Para ello, los meses
previos a septiembre, un grupo de unas diez o quince pastoreñas se
citaban cada tarde en casa de Pastora Solís, en la calle Iglesia, en
el salón que en casa se llamaba “de la Pastora”
por guardar, entre otras cosas, el paso, los simpecados y varios
enseres de la hermandad. Así, en las tardes caniculares, este grupo
de hermanas se reunía para colaborar con tan laborioso proceso; eran
tardes de hermandad sincera en torno a un único sentimiento
pastoreño, en el que se hablaba de los problemas propios y ajenos,
en los que se ofrecía verdadera ayuda desinteresada, tardes en las
que se reía y se cantaba con amor y respeto a su Divina Pastora.
Sus primeras tareas
consistían en hacer pequeñas piezas de sábanas blancas de algodón,
que cortaban en tiras largas de 6 centímetros de ancho a la que
daban cuerpo embadurnándola con goma arábiga. La tela, una vez
seca, se dividía en cuadrados de unos 5 centímetros en los que se
encajaría la futura flor.
Antes de darle forma,
había que teñir estas pequeñas porciones de tela con una mezcla de
pigmento rosa, agua y cola, que se aplicaba con brocha, en formar
circular y en degradado, de más intenso en su exterior a menos a
medida que se acercaba al centro. El siguiente paso consistía en
recortar cada una de los cuadrados teñidos usando una plantilla de
cartón que, en diferentes tamaños, seguía el modelo de la flor.
La parte más laboriosa y
artística era la de dar forma a estos recortes, ya que había que
hacer las ondulaciones de cada uno de los pétalos, para lo que se
empleaban unos instrumentos de metal con puntas redondeadas de
diferente grosor que se calentaban en un anafe, para rizar las
hojillas y conseguir así la mayor apariencia de espontaneidad y
naturalidad. Estos instrumentos aún hoy los conservamos en nuestra
casa como verdaderas reliquias marianas.
Al igual que avanzaban
hacia septiembre las lentas tardes de verano, lo hacía el laborioso
proceso de la flor por convertirse en almendro de la Pastora. Así,
una vez rizados los pétalos, había que vestirlos con los exornos
que completan la flor, los estambres, un haz de hilos gruesos, y el
tallo, un alambre recubierto de papel de seda marrón.
De esta forma, cada día
iban floreciendo los árboles, llenándose de cada una de estas
flores que, como alabanzas pastoreñas, se prendían en las ramas de
los chopos que con mimo riega y crece el jardinero de la Virgen que
es el río Viar.
Como todo lo verdadero,
la tradición de hacer los árboles perdura en nuestras emociones,
pero como todo lo que continuará por siempre, ha de cambiar,
adaptándose a los momentos. Por ello, los árboles se siguen
haciendo, pero ya no son en la casa de la calle Iglesia, sino en la
casa de hermandad; las flores siguen vistiendo las ramas de los
chopos, pero ya no son de tela, sino de cuerpo imperecedero; ya no es
mi abuela Pastora quien los hace, sino mi prima Cristina.
Manos que con la misma
devoción van uniendo ramas de rosas blancas y almendros rosa, a los
brazos de chopo ceñidos con papel de seda. Ocho árboles para el
risco de la Pastora y uno, el más perfecto que la cubrirá de la
luna durante su paseo por las calles de Cantillana, en el que se
prenderán los vivas de la emoción pastoreña. Por eso debe ser
especial, de ramas más abiertas para que en ellas se posen las
palomas de la calle Martín Rey.
Los árboles de la Virgen
hacen reír a la Pastora, que se pasea orgullosa porque sabe que se los
han hecho quienes la quieren, sin importar de quien sea la mano
virtuosa; ella sabe que es fruto de la unión anónima de un grupo de
hermanos que trabajan sin esperar nada a cambio, como fue desde que
se fundó la hermandad que la honra y que forma el eje de sus vidas.
Ella pasea contenta porque sabe que sea el que sea quien se los haga,
lo hace con la única intención de servirla. Árboles que como copa
tienen un manto de flores bajo el que todos los hermanos nos
abrazamos, serviles y humildes sin esperar mayor reconocimiento que
el de sentirnos queridos por ella y por todos los que la veneramos.
Un ejemplo a seguir
No cabe duda que la
tradición de los árboles de la Virgen es parte del
patrimonio inmaterial de nuestra hermandad y de nuestro pueblo que ha
perdurado durante generaciones y que sigue vivo gracias al esfuerzo
por conservar la devoción a la Pastora Divina y sus tradiciones.
Muy fructífera fue
la semilla pastoreña que mantiene viva la tradición de los
árboles. Una pieza clave fue la figura de Pastora Solís, ejemplar
pastoreña que supo transmitir a todos los que la conocieron su
devoción a la Virgen. Fue una persona sencilla y humilde y sin
esperar reconocimientos ni prebendas , con un sentido de servicio
absoluto hacia su hermandad y su Virgen. ¡Cuánto bien nos haría a
los pastoreños de hoy el ejemplo de aquella hermana! que nunca obró
mal pues en su carácter había nobleza pero nobleza entendida como
un estado del alma que se reflejaba en sus actos. En su
“pastoreñismo” no había cabida para la critica ni la injuria,
en ella era impensable causar daño a un “hermano” pues lo
consideraba parte de su “familia”. Los valores cristianos del amor, la paz y el perdón estuvieron presentes durante toda su vida,
todo un modelo de pastoreña que hoy más que nunca necesitamos como
referente.