Fray Leopoldo, cuyo nombre de pila era Francisco Tomas Sánchez Márquez nació en Alpandeire, en el corazón de la serranía rondeña, en 1864. Fue campesino hasta los 35 años. Durante ese tiempo pasó sus días en aquel pequeño pueblecito, cerca de Ronda. Su vida estaba regulada por las faenas del campo, de sol a sol, pero no olvidaba su misa y sus rezos diarios; todo ello iba unido en perfecta armonía a los problemas de las modestísimas condiciones económicas de la familia y ligado a las labores del campo.
Con 35 años llegó desde su pueblo natal, Alpandeire, a la metrópoli sevillana y se hizo capuchino siguiendo las huellas de San Francisco. Desde entonces se llamó Fray Leopoldo. Desde el momento en que fue acogido en el convento de los Capuchinos de Sevilla comenzó una nueva vida. Aquel joven y vigoroso labrador seguiría trabajando en el campo, en la huerta conventual, pero ya todo sería diferente.
Tras breves periodos de estancia en los conventos de Antequera y de Sevilla, pasaría 50 años como limosnero en el convento de Granada, hasta que murió el 9 de febrero de 1956.
Fray Leopoldo vivió la pobreza más absoluta. Se le veía día tras día, con la alforja al hombro, recorrer las calles de Granada, callejear rincones y plazas, siempre con una gran sonrisa impresa en el rostro; la mirada sonriente que penetraba en lo más profundo de los corazones, la mano tendida, no sólo para sí y sus hermanos, sino para aquellos que tenían aún menos que él y a los cuales acompañaba, alegre, elevando sus corazones y distribuyendo alegría y caridad conjuntamente.
El 18 de diciembre de 2007 el Papa Benedicto XVI, en audiencia concedida al cardenal José Saraiva Martins, Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, autorizó la publicación del Decreto sobre la Heroicidad de las Virtudes de Fray Leopoldo, pasando a ser, desde ese día, Venerable.
El 19 de diciembre de 2009 fue aprobado el milagro que por su intercesión ahora le lleva a los altares, fijándose la fecha del 12 de septiembre de 2010, en Granada, para su beatificación, que fue presidida por monseñor Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. Se fijó entonces como fecha para su memoria litúrgica el 9 de febrero, día de su muerte de 1956
El perfil de Fray Leopoldo
Fray Leopoldo fue hijo de un pequeño pueblo malagueño de labriegos –Alpandeire-, de padres humildes, sencillos y cabalmente cristianos. Y sus durezas y hermosuras le curtieron. Fue bautizado con el nombre de Francisco. Sí, Francisco fue su nombre de pila, y el santo y seña de su consagración y testimonio.
Y es que, en efecto, la providencia se sirvió de la predicación itinerante de los capuchinos para suscitar y despertar en él, ya en relativamente avanzada edad, la vocación consagrada, la vocación franciscana y capuchina. En sus primeros años de consagración y misión deambuló fugazmente por distintos conventos de su provincia religiosa, por escasos periodos de tiempo, para llegar después a Granada y permanecer en este lugar por espacio de más de medio siglo, donde fue muy querido y popular. Su solo nombre levantaba multitudes mientras el añoraba la vida oculta y escondida. Y es que pasó por la vida haciendo el bien y repartiendo la limosna de la misericordia, la limosna del Evangelio.
Amó con pasión filial y expansiva a María Santísima hasta el punto de ser conocido el fraile de las Tres Avemarías. Y fray Leopoldo hasta María se llamaba –se quiso llamar- de segundo nombre. Padeció largas y dolorosas enfermedades. Y sus cicatrices le curaron y nos curaron. Y murió ya en edad provecta, anciana, rodeado del afecto y de la admiración de cuantos le rodeaban. Recorrió, al igual que otros muchos santos, que otros muchos franciscanos, caminos comunes y paralelos, caminos distintos y divergentes, caminos, en suma de santidad. Y llegaron a la misma meta: al Dios que amaba hasta lo más profundo de su corazón, al Dios que es.
Y, sí, así en la tierra como en el cielo, se le conoció y se le conoce por sus obras, por sus alforjas llenas de amor, por su humildad, por su minoridad, por saber cargar con la cruz –la propia y las de la sufriente humanidad- por su vida de oración y de penitencia, por su existencias de fidelidad a la Regla Franciscana y a la Iglesia, por el admirable ejercicio del amor.
"Dios, Padre misericordioso, que has llamado al Beato Leopoldo a seguir las huellas de tu Hijo Jesucristo por la senda de la humildad, la pobreza y el amor a la cruz, concédenos imitar sus virtudes para participar junto a él en el banquete del Reino de los cielos”
(Publicado por: Ecclesia)