Homilía del cardenal Jorge Mario Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires,
en la solemnidad del Corpus Christi (25 de junio de 2011)
Dice el Señor en el Evangelio de hoy: “Les aseguro que si no comen mi carne y no beben mi sangre no tienen vida en ustedes”. Y, en el Oficio de Lecturas del Corpus, hay una antífona muy hermosa que nos puede ayudar a meditar esta frase del Señor. Es de San Agustín y dice así: “Coman el vínculo que los mantiene unidos, no sea que se disgreguen; beban el precio de su redención, no sea que se desvaloricen” (Sermón 228 B).
Fíjense lo que dice Agustín: el Cuerpo de Cristo es el vínculo que nos mantiene unidos, la Sangre de Cristo, el precio que pagó para salvarnos, es el signo de lo valioso que somos. Por eso: comamos el Pan de Vida que nos mantiene unidos como hermanos, como Iglesia, como pueblo fiel de Dios. Bebamos la Sangre con la que el Señor nos mostró cuánto nos quiere. Y así mantengámonos en comunión con Jesucristo, no sea que nos disgreguemos, no sea que nos desvaloricemos, que nos despreciemos.
Esta invitación también señala un hecho real de nuestros corazones porque cuando una persona o una sociedad sufren la disgregación y la desvalorización, seguro que en el fondo de su corazón les falta paz y alegría, más bien anida la tristeza. La desunión y el menosprecio son hijos de la tristeza.
La tristeza, es un mal propio del espíritu del mundo, y el remedio es la alegría. Esa alegría que sólo el Espíritu de Jesús da y que da de manera tal que nada ni nadie nos la puede quitar.
Jesús alegra el corazón de las personas: ése fue el anuncio de los ángeles a los pastores: “No teman, porque les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto les servirá de señal: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 10-12).
La salvación que trae Jesús consiste en el perdón de los pecados, pero no es un perdón acotado hasta ahí nomás; va más allá: se trata de la alegría del perdón, porque “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15, 7). El perdón no termina en el olvido ni en la reparación sino en el derroche de amor de la fiesta que el Padre Misericordioso hace para recibir a su hijo que regresa.
Y las relaciones sociales que brotan de esta alegría son relaciones de justicia y de paz; no de una justicia vengativa del ojo por ojo que aplaca el odio pero deja el alma vacía y muerta e impide seguir caminando por la vida. La justicia del Reino brota de un corazón que ha sabido “recibir al Señor con alegría” como Zaqueo y desde esa plenitud decide devolver lo robado y compensar a todo aquél con el que ha sido injusto.
La presencia de Jesús siempre contagia alegría. Si miramos la alegría que se apodera de los discípulos al ver al Señor Resucitado vemos que es tan grande que “les impedía creer” y entonces el Señor les pide algo de comer (Lc 24, 41): centra esa alegría en la comunión de la mesa, en el compartir. El Papa tiene una reflexión muy linda y dice que Lucas utiliza una palabra especial para hablar de cómo Jesús resucitado congrega a los suyos: los junta “comiendo con ellos la sal”. En el Antiguo Testamento juntarse a comer en común pan y sal, o también sólo sal, sirve para sellar sólidas alianzas (Nm 18, 19). La sal es garantía de durabilidad. El comer la sal de Jesús Resucitado es signo de la Vida incorruptible que nos trae. Esa sal de la Vida, esa sal que es pan consagrado compartido en la Eucaristía es símbolo de la alegría de la Resurrección. Los cristianos compartimos la “Sal de la Vida” del Resucitado y esa sal impide que nos corrompamos, impide que nos disgreguemos y que nos desvaloricemos. Pero si la sal pierde su sabor ¿con qué se la volverá a salar?
¡La alegría del Evangelio, la alegría del perdón, la alegría de la justicia, la alegría de ser comensales del Resucitado! Cuando dejamos que el Espíritu nos reúna junto a la mesa del altar, su alegría cala hondo en nuestro corazón y los frutos de la unidad y del aprecio entre hermanos brotan espontáneamente y de mil maneras creativas.
¡Comamos el Pan de Vida: es nuestro vínculo de unión, comámoslo, no sea que nos disolvamos, que nos desvinculemos…
Bebamos la Sangre de Cristo que es nuestro precio, no sea que nos desvaloricemos, nos depreciemos!
¡Qué hermosa manera de sentir y gustar la Eucaristía! La sangre de Cristo, la que derramó por nosotros, nos hace ver cuánto valemos. Como porteños, a veces nos valoramos mal, primero nos creemos los mejores del mundo y luego pasamos a despreciarnos, a sentir que en este país no se puede, y así vamos de un lado a otro. La sangre de Cristo nos da la verdadera autoestima, la autoestima en la fe: valemos mucho a los ojos de Jesucristo. No porque seamos más o menos que otros pueblos, sino que valemos porque hemos sido y somos muy amados.
También es una tentación muy nuestra la de desunirnos, la de hacer internas de todo tipo, la de cortarnos solos… Pero a la vez late fuerte en nuestro corazón un anhelo muy grande de unión, el deseo de ser un solo pueblo, abierto a todas las razas y a todos los hombres de buena voluntad. La unidad se enraiza en nuestro corazón y cuando la cultivamos con el diálogo, con la justicia y la solidaridad, es fuente de mucha alegría. La Eucaristía es fuente de unidad. Comamos este Pan, no sea que nos disgreguemos, que nos anarquicemos, que vivamos enfrentados en mil grupitos distintos.
Le pedimos a María que nos guarde de las plagas de la dispersión y del desprecio: son frutos agrios de corazones tristes. Le pedimos a nuestra Madre, Causa de nuestra alegría, como dice una de sus Letanías más lindas, que nos haga saborear el Pan de la Alianza, el Cuerpo de su Hijo, para que nos mantenga unidos en la fe, cohesionados en la fidelidad, unificados en una misma esperanza. Le pedimos a nuestra Madre que le recuerde a Jesús las veces que “no tenemos vino”, para que la alegría de Caná inunde los corazones de nuestra ciudad haciéndonos sentir cuánto valemos, cuán preciosos somos a los ojos de Dios que no dudó en pagar el precio altísimo de su Sangre derramada para salvarnos de todas las tristezas, de todos los males y ser así, para los que lo amamos, fuente de perenne alegría.
Card. Jorge Mario Bergoglio SJ, arzobispo de Buenos Aires
Buenos Aires, 25 de junio de 2011
Historia de la Solemnidad del corpus Christi